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=1 205 —Pues, ¿y quién?

—Sea, pero no le debo á usted nada.

—¿Cómo?

—Decía que, si lo puse á usted en tal peligro, he sido, al mismo tiempo, quien lo ha salvado de él.

—Es cierto, Daniel, y eres ya, desde hoy, mi amigo, mi protector, mi salvador.

—Amén.

—¿Pero, crees que el fraile?...

—Silencio, y andemos—dijo Daniel doblando por la calle de los Estados Unidos, luego por la de Tacuari, en seguida por la del Buen Orden, por donde caminó hasta llegar á la de Cangallo. Paróse en la esquina de ésta, reclinó su codo en un poste, y mirando con una expresión picante de burla y de cariño, la pálida fisonomis de don Cándido, alumbrada en aquel momento por la claridad de uno de los faroles de la calle, soltó la risa en las barbas de su respetable maestro de primeras letras.

—Te sonríes, Daniel?

—No, señor; me río con todas ganas, como ve usted.

—¿Y de qué?

—De ver atribuirle á usted empreses amorosas, querido maestro.

—¿A mí?

—Pues no se acuerda usted de la pregunta de su rival?

—Pero tú sabes...

—No, señor, no sé, y es por eso por lo que me he parado aquí.

—¿Cómo? No sabes que no conozco á nadie en ó esa casa?

—Ya. lo sé.