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su corazón quiere hablar y sus labios se empeñan en callar.

—No—prosignió Eduardo, —déjeme usted al mence, por la primera, por la última vez quizá, hacer á sus pies el juramento santo de la consagración de mi vida al amor de la única mujer que ha inspirado en mi alme, con mi primera pasión, la primera esperanza de mi felicidad en la tierra.

Amo, Amalia, amo, y Dios es testigo de que mi corazón es estrecho para la extensión de mi cariño.

Amalia puso la mano sobre el hombro de Eduardo. Sus ojos estaban desmayados de amor. Sus labios, rojos como el carmín, dejaron escurrir una fugitiva sonrisa. Y tranquila, sin volver sus ojos de la contemplación extútica en que estaban, su brazo extendióse, y el índice de su mano señalú la rosa blanca que se hallaba en el suelo.

Eduardo volvió los ojos al punto señalado, y...

¡Ah! exclamó, recogiendo la rosa y llevándola á sus labios.—No, Amalia, no es la beldad la que ha caído á mis pies, soy yo quien viviré de rodillas; yo que tendré su imagen en mi corazón, como tendré esta rosa, lazo divino de mi felicidad en la tierra.

Hoy no! —dijo Amalia arrebatando la rosa de la mano de Eduardo.—Hoy necesito esta flor, mañana será de usted.

—Pero esa flor es mi vida, ¿por qué quitérmela, Amalia ?

— Vida, Eduardo? basta, ni una palabra más, por Dios—dijo Amalia retirándose del lado de Eduardo.—Sufro—prosiguió;—esta flor, caída en el momento que se me habla de amor, ya ha sido interpretada. Bien, se ha interpretado la verdad: