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de veras se habían enojado porque yo hubiese oldo un poquito de lo mucho que, naturalmente, tienen ustedes que decirse en este solitario palacio encantado, donde, aunque sea un año, he de venir á habitarlo algún día con mi Florencia. Me lo & prestará usted, señora doña Amalia?

ABA

—Concedido.

—En hora buena. Recapitulemos, pues. Horas fijas, como hacen los ingleses, que jamás yerran sino en la América: á las diez, te parece buena esa hora?

—Preferiría más tarde.

A las once?

Más todavia—contestó Amalia, —A las doce?

—Bien, á las doce.

—En hora buena. A las doce de la noche, pues, estarás en casa de Florencia para conducirla al baile, pues la señora Dupasquier sólo de este modo consiente en que vaya su hija.

—Eso es.

—¿Quién te acompañará en el coche?

Yo—dijo Eduardo precipitadamente.

—Despacio, despacio, caballero. Usted se guardará muy bien de andar acompañando á nadie hoy á las doce de la noche, Y cómo ha de ir sola?

Y cómo ha de ir usted con ella en la noche del 24 de mayo?—contestó Daniel mirando fijamente á Eduardo y recargando la voz sobre la palabra veinticuatro.

Eduardo bajó los ojos, pero Amalia, que con su vivisima imaginación había comprendido que aquelas palabras encerraban algún misterio, se dirigió á su primo con esa prontitud de las mujeres cuan-