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no dejaría de aceptarlos para reclinarse en ellos un inomento, en horas de aquel tiempo en que la vida era fatigada por tantas y tan diversas impresiones.

Y fué así como se le presentó á Roses esa mujer; esa mujer, que era su hija; y & quien saludó diciéndole:

—Ya estabas durmiendo, ¿no? Todavía te he de casar con Viguá, para que duerman hasta que se mueran. Estuvo María Josefa?

ó —Si, tatita, estuvo hasta las diez y media.

—¿Y quién más?

—m 24 —Doña Pascuala y Pescualita.

—¿Con quién se fueron?

—Mansilla las acompañó.

Nadie más ha venido?

—Picolet.

¡Ah! el carcamán te hace la corte.

—A usted, tatita.

Y el griego no ha venido?

—No, señor. Esta noche tiene una pequeña reunión en su casa, para oir tocar el piano no sé á quién.

—¿Y quiénes han ido?

—Creo que son ingleses todos.

— Bonitos han de estar á estas horas!

Quiere usted comer, tatita?

—Sí, pide la comida.

Y Manuela volvió á las piezas interiores, mientras Rosas se sentó á la orilla de una cama, que era la suya, y con las manos se sacó las botas, poniendo en el suelo sus pies sin medias, tales como habían estado entre aquéllas; se agachó, sacó un par de zapatos de debajo la cama, volvió á sentarse, y después de acariciar con sus manos sus pies desnudos, se calzó los zapatos: Metió luego la