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—¡Dios mío!—gemía, encendiendo por décima vez su cigarrillo y tirando la cerilla al suelo—. ¡Dios mío! Tú eres felicísimo, y yo... ¡Qué vida de perro! Cualquier oficialillo tiene derecho a tutearme, pues, al fin y al cabo, no soy más que un empleado subalterno, una especie de criado de los viajeros.
Una vez me dijo:
—Por culpa de mi madre soy un pobre hombre. En el tren oigo con frecuencia conversaciones científicas muy interesantes... Pues bien: le he oído asegurar a un doctor que si los padres son perversos, los hijos, fatalmente, son borrachos o criminales. Ahora comprendo mi desventura...
Un día vino a casa tambaleándose, sin poder apenas tenerse en pie. Sus ojos miraban con una expresión turbada e insensata, su respiración era pesada, jadeante. Reía y lloraba al mismo tiempo, balbuciendo sin cesar palabras casi incomprensibles.
—¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre?—decía llorando como un niño perdido entre la muchedumbre.
Le conduje al jardín y le acosté debajo de un árbol. Durante toda la noche, Macha y yo velamos. Macha miraba con repugnancia su rostro pálido, y decía:
—¡Y pensar que aun tenemos que vivir año y medio con esta gente! ¡Es terrible!
Los campesinos también nos daban muchas de-