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ciosos, un día nefasto. La señora Achoguin luchaba valerosamente contra los prejuicios.

Todos los aficionados al arte teatral se encontraban ya allí. Las tres señoritas Achoguin—la mayor, la menor y la de en medio—iban y venían por el escenario, ensayando, cuaderno en mano, sus papeles. Mi antiguo patrón, Nabó, estaba sentado junto a la puerta, mirando a la escena con ojos amorosos y esperando con impaciencia el comienzo de la solemnidad. ¡Todo igual que la ultima vez que estuve allí!

Me disponía a saludar al ama de la casa; pero de repente todos se volvieron a mí y me dijeron por señas que no me moviese y que no hiciera ruido.

Reinó un hondo silencio. Una señora se sentó al piano y apercibió el cuaderno de música. Luego se acercó mi mujer, lujosamente vestida, hermosa, pero con muy otra hermosura de la que yo admiraba en ella, con una hermosura nueva para mí. No era ya la Macha que iba a verme al molino la anterior primavera.

Empezó a cantar una canción de Chaykovky,

"¿Por qué te amo tanto, noche clara?"

Era la primera vez que la oía yo cantar.

Su voz era llena, melodiosa, y me parecía, al oírla, saborear una pera exquisita. Cuando terminó resonaron aplausos entusiásticos. Ella se sonreía y dirigía alrededor miradas de satisfacción. Se arreglaba el vestido al modo de un pájaro que