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que estemos tan distantes el uno del otro. Le quiero todavía; pero mi hermana ha roto todos los lazos que le unían a usted. No le perdona ni le perdonará jamás. Sólo el oír su nombre de usteda remueve en ella el odio por su pasado, por la vida que llevó a su lado.

—¿De quién es la culpa?—gritó mi padre—. ¡Eres tú, el culpable, el canalla, tú lo eres!

—Admitamos que sea yo el culpable—dije—. Confieso que tal vez he cometido muchas faltas; pero dígame usted, ¿por qué su vida, que nos cree obligados a imitar, que usted nos presenta como una vida modelo, por qué es tan sin espíritu, tan monótona, tan aburrida? ¿Por qué en todas las casas que usted construye aquí desde hace treinta años no hay un solo hombre que pueda enseñarnos de qué manera es preciso vivir. ¡No hay un solo hombre honrado en la ciudad! Las casas de usted son nidos malditos, en los cuales se martiriza a las madres, a las hijas, se mata moralmente a los niños.

Callé un instante para tomar aliento, y continué:

—¡Mi infeliz hermana! ¡Mi desgraciada hermana! Es preciso estar ciego, necesario insensibilizar el espíritu por el "vodka", los naipes, las charlas insulsas, o bien dedicar toda la vida a esos pobres dibujos de casas con apariencia abominable, para no ver todos los horrores que se ocultan en esas casas. La ciudad cuenta ya doscientos años de existencia, y no ha dado a la pa-