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los cubre cuando duermen, les ofrece traerles copecks de la ciudad y hacerles sombreros nuevos.
A la derecha de Moisés se encuentra la cama de Iván Dimitrievich Gromov. Es un sujeto de treinta y cinco años, de noble origen, ex secretario del tribunal, que padece de manía persecutoria. Pocas veces se le ve sentado; a veces está acostado, con las rodillas pegadas a la barba, y otras veces mide a grandes pasos la sala. Siempre parece agitado, inquieto, como si esperara ansiosamente quién sabe qué. Se estremece al menor ruido del vestíbulo o del patio exterior; levanta la cabeza con angustia y escucha atentamente: cree que son sus enemigos que lo andan buscando, y sus facciones se contraen en una mueca de terror.
Hay cierta vaga belleza en esa cara ancha, de pómulos salientes, pálida y contraída, espejo donde se refleja un alma martirizada por el miedo constante y la lucha interna. Sus gestos son extraños y repelentes; pero sus facciones finas, llenas de inteligencia, y sus miradas conservan elocuencia y calor. Es cortés y amable para con todos, excepción hecha de Nikita. Si a alguien se le cae una cuchara, un botón, ya está él saltando de su lecho para recogerlo. Por la mañana, al levantarse, saluda a todos y les desea los buenos días; por la noche, da las buenas noches.
A veces, entre la noche, comienza a estremecerse, rechina los dientes, y se pone a andar presurosamente por entre las camas. Entonces se diría que la fiebre se apodera de él. A veces se detiene frente a