plaza de secretario del tribunal local, que conservó ya hasta el instante en que se declaró su locura.
Nunca, ni en la adolescencia, había gozado de buena salud. Siempre flaco y pálido, atrapaba fácilmente un catarro, era desganado, no dormía bien. Con sólo un vasito de vino, ya tenía náuseas y vértigos. Aunque muy aficionado a la sociedad, era tan irascible y desconfiado que no podía conservar sus relaciones, y no tenia verdaderos amigos. Hablaba con desdén de la gente de la ciudad, a quien detestaba por su ignorancia y vida insustancial, exenta de estímulos superiores. Y esto, en voz muy alta, casi a gritos, con ardor y vehemencia, aunque siempre con sinceridad. El tema favorito de sus conversaciones era la vida que le rodeaba, la falta absoluta, de preocupaciones ideales, la violencia de los fuertes y el servilismo de los débiles, la hipocresía y la perversidad que notaba en los habitantes de la ciudad. Acusador implacable, declaraba que sólo los cobardes logran lo que necesitan, y que la gente digna se muere de hambre; que no había buenas escuelas, ni Prensa honrada, ni teatro, ni conferencias públicas, y, finalmente, predicaba la unión y la colaboración estrecha de todas las fuerzas vivas del pueblo. En sus peroratas ponía siempre mucho fuego y pasión. Para pintar a los hombres y a las cosas sólo empleaba dos colores: el blanco y el negro; la Humanidad, a su ver, estaba partida en dos bandos: la gente honrada y los picaros. Los términos medios, los matices, no existían para él. Y aunque se expresaba con admiración y entusiasmo sobre el amor y