se vuelven crueles, como el carnicero habituado a matar reses, que ni se acuerda de los sufrimientos que puede ocasionarles. En tales condiciones, condenar a un inocente, hacerlo arrestar, enviarlo a presidio, resulta sumamente fácil, y todo es cuestión de contar con el tiempo indispensable para llenar las formalidades del caso. Cumplidas las formalidades, se acabó todo, y sobre todo aquí, en esta miserable ciudad, perdida en el campo, a más de 200 verstas del ferrocarril. Aquí no hay medio de probar que se es inocente; no hay esperanzas de que la verdad triunfe y se imponga. Además, en esta sociedad perversa y corrompida, que considera la violencia como una necesidad absoluta, y que se indigna y subleva cuando los jueces pronuncian un veredicto absolutorio, ¿quién piensa en la justicia?
A la mañana siguiente, Gromov se levantó horrorizado, sudando frío, absolutamente convencido de que a cada paso lo podrían arrestar. El hecho de que estos pensamientos no lo abandonasen—se decía—, prueba que había en ellos un presentimiento de la verdad. No le habían de haber ocurrido sin alguna causa.
En este preciso momento, pasó frente a su ventana, lentamente, un agente de policía. Gromov se estremeció. ¿Qué significaba esto? Poco después, dos hombres se detuvieron frente a su casa, silenciosos. ¿Por qué callarían así?
A partir de ese día, Gromov vivió en una angustia mortal. Todo el que pasaba por la calle, o entrada al patio de su casa, le parecía un espía o un agen-