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Tenía un aspecto rudo y tosco de mujik o de tabernero. Su rostro era severo; los ojuelos, pequeños; la nariz, roja. Era muy fuerte y corpulento, de brazos muy sólidos. Parecía capaz de derribar a un hombre de un golpe. Y, sin embargo, era tímido; andaba con suavidad, casi de puntillas. Cuando, en un paso estrecho, se encontraba con alguien, se apartaba invariablemente, y con una voz fina, casi femenina, decía: «¡Perdón!» Tenía en el cuello un tumorcillo que le impedía usar camisas muy almidonadas; siempre llevaba camisas blandas. Se vestía con cierto descuido; casi no cambiaba de traje, y cuando se ponía un traje nuevo, se diría que era usado. Con el mismo traje recibía a sus enfermos, comía, visitaba a sus amistades, y no por avaricia, sino por abandono de las cosas externas.

Cuando llegó al pueblo en calidad de médico municipal, el hospital se encontraba en un estado lamentable. En las salas, corredores y patio, había un olor imposible. Los criados, las hermanas de la caridad y los niños, dormían en la misma sala de los enfermos. Verdaderos ejércitos de ratas y chinches hacían intolerable la vida. No había instrumentos quirúrgicos ni termómetros. Las patatas las guardaban en las bañeras. El personal se enriquecía robando a los tristes enfermos. El predecesor de Andrés Efimich, a creer los rumores, vendía por trasmano el alcohol del hospital, y mantenía relaciones muy estrechas con las hermanas enfermeras, y aun con las enfermas.

En el pueblo estaban al tanto de estos desórdenes;