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—¿Qué le pasa a usted?— preguntóle éste.

— Es inútil: no me oirá usted pronunciar una sola palabra más—dijo Gromov ásperamente—. ¡Largúese de aquí!

—Pero, ¿por qué?

—¡Déjeme en paz, le digo, con cien mil demonios!

El doctor se encogió de hombros, suspiró y salió. Al pasar por el vestíbulo, dijo:

—Oye, Nikita: convendría limpiar un poco esto. Huele muy mal.

—¡A la orden del señor doctor!

—Pobre muchacho— pensaba el doctor al volver a sus habitaciones—. Desde que estoy aquí, es el primero con quien he podido hablar de cosas interesantes. Sabe razonar, y se preocupa de cosas que sólo preocupan a los hombres de ingenio.

Mientras leía en su gabinete, y después ya metido en cama, no dejaba de pensar en Gromov. Al día siguiente, en cuanto se despertó, recordó que acababa de descubrir a un hombre interesante, y se prometió ir de nuevo a visitar a Gromov a la primera oportunidad.


X


Gromov estaba en la misma posición de la víspera, con las manos en la cabeza y la cara contra la pared.

—Buenos días, amigo mío—dijo el doctor—. ¿No duerme usted?

—Ante todo, yo no soy amigo de usted— dijo Gro-