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de pinos que limitaba la llanura. El viaje hasta la estación duró un par de días con sus noches. Dormían en los paraderos, y allí Mijail Averianich juraba y amenazaba:

—¡Silencio, bribones!—gritaba brutalmente a los cocheros y a la gente de las posadas.

Durante todo el trayecto fué hablando de sus viajes por Polonia y el Cáucaso. ¡Admirables aventuras! ¡Historias fantásticas! Sus interminables relatos fatigaban y molestaban al doctor.

En el ferrocarril, por economía, viajaron en tercera, en el vagón de no fumadores. Mijail Averianich trabó relaciones poco a poco con todos los viajeros. Pasaba de uno a otro banco, y tronaba contra el desorden de los ferrocarriles, contra la administración y las tradiciones bárbaras. En suma: que el mejor modo de viajar era ir a caballo.

—Aquí donde ustedes me ven, yo he hecho millares de kilómetros a caballo sin fatigarme; es una verdadera delicia.

Y se animaba, se sentía arrebatado, alzaba la voz, gesticulaba, no dejaba hablar a nadie; ya, se encolerizaba; ya, reía a carcajadas. El doctor estaba cada vez más fatigado. «¿Cuál de los dos es más loco—pensaba—. Yo, que procuro no molestar a nadie; o este egoísta, que se cree más inteligente y más interesante que todos, y a todos cansa?»

En Moscou, Mijail Averianich se plantó su uniforme de oficial retirado: los pantalones y el gorro. Los soldados le hacían el saludo reglamentario, y él se sentía feliz. Molestaba al doctor con su aire de viejo