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Mijail Averianich examinó detenidamente el menú, acariciándose sus blancas patillas, y dijo con tono de gran conocedor habituado a las fondas elegantes, dirigiéndose al jefe del servicio:

— ¡Bien, caballerito, vamos a ver qué tal lo hace usted hoy!


XIV


El doctor seguía a su compañero con la mayor docilidad, observaba, comía, bebía, pero sin gusto ni apetito. Mijail Averianich le era cada vez más pesado y molesto. Hubiera querido quedarse solo, aunque fuera una hora; pero el otro se creía en el deber de no perderlo de vista un solo instante, y de procurarle distracciones. Cuando ya no les quedaba nada que ver, procuraba divertirlo con sus relatos.

Al tercer día de Moscou el doctor se sintió tan fatigado, que declaró a su amigo que estaba algo enfermo y prefería quedarse en el hotel todo el día.

—Entonces me quedaré con usted—dijo el otro—. Después de todo, tiene usted razón: nos hemos fatigado mucho.

Y se quedó acompañándole.

El doctor se echó en el canapé, se volvió hacia el muro, y apretando los dientes, dejaba pasar el chaparrón de los cuentos de su amigo. Éste, gritando y gesticulando, le aseguraba que Francia acabaría por aplastar, tarde o temprano, a Alemania; le de-