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zón; por muy filósofo y muy estoico que uno sea, no se puede menos de preferir la calma y la dicha a los sufrimientos.
Y sentía unos deseos ardientes de volverse cuanto antes al pueblo.
En Petersburgo se repitió la misma historia; se pasaba días enteros sin salir del hotel, y sin levantarse del diván más que para beber un vaso de cerveza.
Mijail Averianich estaba impaciente por ir a Varsovia.
—¡Pero, amigo mío, a mí nada se me ha perdido en Varsovia!—decía el doctor con voz implorante—. Vaya usted solo, y yo volveré a mi casa; se lo ruego.
—¡No, no y no!—protestaba Mijail Averianich—. Varsovia es una ciudad única, admirable. Es necesario que usted la vea y la juzgue. Allí he pasado yo los cinco años mejores de mi vida.
El doctor no tuvo bastante voluntad para resistir, y se dejó llevar a Varsovia.
En Varsovia casi no salía del hotel; se pasaba los días en el diván, disgustado de sí mismo y disgustado de Mijail Averianich, y aun de la servidumbre, que se obstinaba en no entender el ruso. En tanto, su amigo recorría la ciudad buscando a sus antiguos conocimientos, y parecía divertirse mucho. A veces, dormía fuera. Un día volvió al hotel a la madrugada, con el cabello en desorden, muy agitado y rojo. Estuvo mucho tiempo midiendo la estancia con pasos nerviosos y balbuceando algo entre dientes, y de pronto, deteniéndose, exclamó: