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cerrados y la boca apretada, lleno de rabia. Para dominarse, acudía a sus doctrinas filosóficas: se decía que, más o menos tarde, Jobotov, Mijail Averianich y él mismo desaparecían del mundo, sin dejar ni rastro de su vida; que no sólo ellos, sino la vida misma desaparecería también del planeta, y que, al cabo de un millón de años, la tierra tendría el aspecto de un desierto. La cultura, la moral, las leyes humanas, todo quedaría reducido a la nada. ¿Qué importancia podían, pues, tener aquellas minúsculas preocupaciones materiales, aquel Jobotov, aquel Mijail Averianich, y las incomodidades que le causaban? Todo era pasajero, como una ráfaga de viento.

Pero tales razonamientos no lograban devolverle la calma. Apenas se imaginaba el desierto que será la tierra dentro de un millón de años, cuando le parecía columbrar, detrás de una roca, al joven doctor Jobotov con sus botas altas y sus cajas de píldoras, o a Mijail Averianich con su risita artificial y sus promesas, hechas en voz baja y como muy apenado, sobre la próxima devolución de los 500 rublos.


XVI


Un día que el doctor estaba, como de costumbre, recostado en el diván, llegaron, casi al mismo tiempo, Jobotov y Mijail Averianich. Ragin se incorporó y se sentó, apoyándose pesadamente en el diván.

—¡Hombre—le dijo Mijail Averianich—, hoy tie-