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—¡Maldita vida!—gruño—. Y lo peor es que no recibirá uno la menor recompensa por sus sufrimientos. No; el crimen no será castigado como en las novelas virtuosas. Nuestra única recompensa será la muerte, nos arrastrarán entonces como a las bestias que revientan en mitad de la calle, y nos arrojarán a la fosa. ¡Ay Dios mío! No es una esperanza muy risueña, realmente. ¡Si al menos pudiera uno volver del otro mundo para vengarse de los verdugos!...

Se abrió la puerta, y el judío Moisés entró en la sala. Habiendo visto al doctor, se le acercó, y, tendiéndole la mano, le dijo:

—¡Dame un copeck!


XVIII


Ragin se acercó a la ventana y se puso a mirar el campo. Ya había entrado la noche. En el horizonte se alzaba, rojo, el disco de la luna. A unos doscientos metros del hospital se veía un gran edificio blanco, rodeado de un muro de piedra. Era la prisión.

—He aquí la vida real—se dijo Ragin.

Y se sintió presa de un terror indecible. Todo le inspiraba terror: el hospital, la cárcel, el muro, los fulgores lejanos de altos hornos que se descubrían en el horizonte.

Alguien, detrás de él, suspiró en este instante. Volvió la cabeza: era uno de los enfermos. Llevaba sobre el pecho condecoraciones y estrellas de hojalata; sonreía y las contemplaba con orgullo. El doctor