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iba mal vestido y carecía de una posición social honorable, me mantenía durante los ensayos un poco a distancia de la gente, a la sombra de los bastidores y no despegaba los labios.

Pintaba las decoraciones en el patio de casa de los Achoguin y me ayudaba en tal tarea un pintor decorador, o, como se denominaba él mismo, un "contratista de obras pictóricas", llamado Andrés Ivanovich. Era un hombre de unos cincuenta años, de elevada estatura, muy delgado y muy pálido, con la faz rugosa y unas grandes ojeras azules. Su aspecto enfermizo me asustaba un poco. Padecía no sé qué dolencia incurable. Con frecuencia se ponía a morir, pero guardaba cama unos días y se levantaba de nuevo, asombrado él mismo de seguir aún con vida.

—¡A pesar de todo no me he muerto!—decía. En la ciudad le conocían, más que por Ivanov, por Nabó, no sé con qué motivo. Como a mí, le gustaba mucho el teatro. En cuanto sabía que se preparaba alguna función, dejaba todos sus trabajos y acudía a casa de Achoguin, a pintar las decoraciones.

El día siguiente a mi conversación con mi hermana trabajé en casa de Achoguin desde por la mañana hasta el anochecer.

La hora fijada para el comienzo del ensayo era las siete de la tarde. A las seis ya habían llegado cuantos habían de tomar parte en la función. Las tres muchachas—la mayor, la de en medio y la pequeña—se paseaban por el escenario, cuaderno