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—¿Qué le sucede a usted?
—¡Las muelas! Es para volverse loco, Dios me perdone. Imagínese usted que me siento a la mesa, en compañía de mi vieja, a tomar una taza de té, ¡y no puedo! ¡Ni una sola gota! Un dolor infernal; he estado a punto de caerme de la silla.
—¿Una muela nada más?
—Si, pero... aparte de esa muela, me duele todo este lado de la cara... Hasta la oreja me duele, como si tuviera dentro un clavo o cualquier otro objeto. ¡Es para morirse! El Señor me castiga por mis innumerables pecados. Ni siquiera puedo cantar durante la misa. No he pegado los ojos en toda la noche.
—Si, es desagradable— dice el enfermero—. Vamos en seguida a ver qué tiene usted. ¡Siéntese! ¡Abra la boca!
Vonmiglasov se sienta y abre la boca cuanto puede.
El enfermero pone una cara severa, se inclina sobre el enfermo y le mira la boca. Entre las muelas amarillas advierte una con una ancha carie.
—El párroco me ha aconsejado que me ponga en la muela enferma una gota de «vodka»; pero no me ha dado resultado. Mi tía, Dios la bendiga, me ha regalado un hilo que trajo de los Santos Lugares, y me ha dicho que me enjuague con leche caliente, y tampoco eso me ha servido de nada.
Hay una larga pausa.
—¡Es necesario sacarla!—dice, por fin, el enfermero.
—Usted lo sabrá mejor que yo. Para eso ha hecho sus estudios. Usted entiende de eso, puesto que es su