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podía permitirse, durante los ensayos, hacer observaciones críticas. Las hacía con una sonrisa de condescendencia y se advertía que consideraba el espectáculo un juego inocente de niños.
Se decía que había estudiado canto en el Conservatorio de Petrogrado y hasta que me gustaba mucho, y mis ojos solían no apartarse de ella en todo el ensayo.
Inesperadamente se presentó mi hermana en el escenario, puesto el sombrero y el abrigo, y acercándose a mí me dijo:
—¡Ven!
La seguí. Detrás del escenario se hallaba Ana Blagovo, también ensombrerada.
Era la hija del vicepresidente de la Audiencia, que residía en la ciudad desde hacía un sinfín de años, casi desde el día en que la Audiencia se creó. Como era de elevada estatura y muy bien formada, se la invitaba siempre a tomar parte en los cuadros vivos. Cuando aparecía en dios vestida de hada o haciendo de estatua de la Gloria, parecía turbada en extremo y se ponía colorada hasta la raíz de los cabellos. En las funciones de teatro nunca tomaba parte, y rara vez asistía a los ensayos, en los que, además, no salía de entre bastidores.
Aquel día sólo estuvo unos momentos y ni siquiera entró en la sala.
—Mi padre—me dijo secamente, sin mirarme y ruborizándose—le ha recomendado a usted. El señor Dolchikov le ha prometido darle a usted