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conteniendo su cólera con gran trabajo, la escuchaba, sonreía cortés y la enviaba a todos los diablos.
A la mañana siguiente, cuando recibió en su despacho al maestro Vermensky, el director no se decidía a decirle la verdad. No sabia cómo empezar, y estaba en extremo confuso. Tenia el propósito de excusarse ante él, de contárselo todo, con franqueza, y no se atrevía. De pronto, dando un puñetazo en la mesa, se levantó bruscamente de su sillón, y gritó colérico.
—¡No tengo plaza para usted! ¿Comprende usted? No tengo nada; no puedo nada. ¡Déjeme usted en paz!
Y salió corriendo del despacho.