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Champun se levanta sobresaltado y empieza a andar nerviosamente de un lado para otro. Está pálido, inquieto.
—¿Qué quiere usted hacer conmigo?—exclama desesperado y llevándose las manos a la cabeza—. ¡Maldito sea el día en que se me ocurrió dejar mi patria! ¡Sólo faltaba que me detuviesen y me mandasen a Siberia!
—Cálmese usted, es una broma—dice Kamichov. Tiene usted mucha gracia. No comprende las bromas, y lo toma todo por lo trágico.
—Amigo mío—exclama con efusión Champun, tranquilizado un poco por el tono de Kamichov—, le juro que amo a Rusia, que les tengo afecto a usted y a sus hijos. Me sería muy doloroso separarme de usted, pero... cada una de sus palabras es un puñal que se clava en mi corazón.
—Tiene usted mucha gracia. ¿Qué le importa a usted que yo hable mal de los franceses? ¿Acaso puede responder de todos sus compatriotas? Es usted de un carácter... Vamos a comer; en la mesa haremos la paz. Viva l'entente cordale!, como dicen ustedes.
Champun se pasa por la cara la borla de los polvos para borrar la huella de las lágrimas, y, precedido de Kamichov, encaminase al comedor.
Esto no es aún la paz definitiva; no es sino el armisticio, que durará muy poco; después del primer plato, las hostilidades vuelven a romperse.