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hallado en Varsovia, hubiera llamado a un gendarme. Lo hacía con mucha frecuencia cuando oía hablar a alguien contra las autoridades. Pero aquí, en la aldea, no hay gendarmes, desgraciadamente. Bueno, decidí obrar por mi propia cuenta, y les di una buena lección... con esta mano. Ya que no se hacen cargo de nada, hay que enseñarles a respetar el poder. Le di algunos sopapos a Sigin, y después al burgomaestre, y después a los demás que se pusieron de su parte. Mi arrebato fué, tal vez, excesivo; pero esta gente puede llegar hasta la locura si no les pega uno. No hay otra manera de imponerles el respeto al orden público.

—Si; pero su misión de usted no es esa. Es cosa que no le concierne en absoluto. Para eso existe la policía, el burgomaestre.

—Pero, ¡como no comprenden su deber!

—¡Dios mió, convénzase usted de que no tiene el menor derecho a mezclarse en esos asuntos! Carece usted de autoridad para ello.

—¿Cómo que no tengo derecho? ¡Es muy extraño! ¿Y si turban el orden público? Yo no puedo verlo con buenos ojos. Por eso se quejan de que les prohibo cantar. ¿Es que no tienen otra cosa que hacer? Luego, no apagan la luz hasta la media noche. En vez de acostarse, charlan, ríen. Están todos inscriptos aquí.

—¿Quiénes?

— Pues los que, en vez de acostarse temprano, se quedan charlando hasta media noche y malgastando petróleo.