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recordó a Grusdiev, jugando el día anterior con su perro, cuyos graciosos saltos hacían reír a todos.

—¡No; amaré más bien a Grusdiev!—decidió.

Y rompió la carta escrita al oficial.

Se esforzó en no apartar su imaginación de Grusdiev, de su amor; pero, a pesar de todo, su imaginación propendía a otras cosas distintas de aquéllas, como su mamá, sus paseos, sus clases de música, sus trajes nuevos, y se complacía evocándolas. Todo le era propicio a Nadia, feliz hasta donde una niña de diez y seis años cabe que lo sea. Presentía que, en lo futuro, su vida sería aún más interesante. La primavera se acercaba; después llegaría el verano y se iría toda la familia a la casa de campo. Gorny y Grusdiev también irían y le harían la corte. Le contarían mil cosas divertidas, y jugarían con ella al «tennis». Se pasearían, a la luz de la luna, en su vasto jardín, bajo el cielo estrellado. De nuevo, una risa gozosa la sacudió toda, y no sabiendo ya qué hacer con su enorme, con su desbordante alegría, se sentó en la cama, alzó los ojos hacia el viejo icono, y murmuró:

—¡Dios mío, qué hermosa es la vida!