Ella tradujo. El repitió. Con su sonrisa bonachona, y respirando pesadamente, se dedicó, durante un cuarto de hora, al análisis gramatical de la pabra «memorias».
La señorita Alicia se sentía cansada. Respondía con trabajo a las preguntas de su discípulo, sin comprender lo que quería y sin querer comprenderlo. Al hacerle las preguntas, Vorotov la examinaba a hurtadillas.
«Tiene el pelo rizado—pensaba—. Es asombroso; trabaja todo el día, y aun le queda tiempo de rizarse el pelo.»
En punto de las ocho, la profesora se levantó.
—¡Hasta mañana, señor!—dijo fríamente.
Y se marchó, dejando tras sí el mismo leve, exquisito y turbador perfume. También entonces Vorotov quedó largo rato pensativo, sin hacer nada.
Las lecciones siguientes llevaron al ánimo de Vorotov la convicción de que su profesora era una señorita muy sería, formal y simpática; pero sin instrucción alguna e incapaz de enseñar ni aun a las personas mayores. Y, para no perder el tiempo, determinó despedirla y llamar a otro profesor. Cuando se preparaba a darle la séptima lección, sacó él del bolsillo un sobre con siete rublos, y, muy confuso, dijo:
—Perdóneme, señorita Alicia, pero debo decirle... que... me veo en la triste precisión...
Miró ella el sobre y comprendió de qué se trataba. Por primera vez desapareció la expresión impasible y fría de su rostro. Se ruborizó un poco, y, bajando