cirle que enseñaba muy mal, para guiarla, en fin, y ayudarla.
Una tarde llegó vestida con un traje muy chic, ligeramente descotado. Estaba tan perfumada como si una nube de fragancias la envolviese de arriba abajo. Se excusó, y dijo que sólo disponía de media hora, pues la habían invitado a un baile.
Él miraba su cuello y sus hombros medio desnudos, y sentía el influjo arrebatador de aquella nube de fragancias, de aquella desnudez y de aquella belleza; mientras ella, sin cuidarse de él ni de sus sentimientos, volvía, una tras otra, las hojas y traducía con rapidez vertiginosa, disparatando de un moda terrible: «¿Dónde vais, señor mi amigo? En viendo vuestra figura talmente pálida, eso me daña el corazón.»
Otra tarde llegó a las seis, en vez de llegar a las siete.
—Perdóneme—dijo—que venga tan pronto; pero me han invitado al Teatro Dramático.
Cuando se fué, Vorotov se vistió, encaminándose también al Teatro Dramático. «Hace mucho tiempo que no voy al teatro»—pensó, como para justificarse. No quería confesarse a sí mismo que iba por ver a su profesora. Se tenía por un varón demasiado sesudo para correr tras una muchacha poco inteligente.
Pero, en los entreactos, su corazón latía más a prisa que de costumbre. Recorría el foyer y los pasillos en la esperanza de encontrarla. Cuando los timbres anunciaban que iba a alzarse el telón, se dis-