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ban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. £1 padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo, pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil.

—¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, dejadme abrazarle! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes, y ladraba con su voz potente de bajo:—¡Guau!... ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fué un griterío indescriptible.

Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que, además de Volodia, se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas, e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha.

—Volodia, ¿quién es ese?—preguntó muy quedo la madre.

—¡Ah, si!—recordó Volodia—. Tengo el honor de presentaros a mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo año. Le he invitado a pasar con nosotros las Navidades.

—¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted bien venido!—dijo con tono alegre el padre—. Perdóneme; estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor Che-