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padre y a sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo de su emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía nada, absolutamente nada, y le miraba con sus grandes ojos asombrados.
A la mañana siguiente, temprano, Katia y Sonia se levantaron; y, una vez abandonado el lecho, se dirigieron quedamente a la habitación de los muchachos, para ver cómo huían a América. Detuviéronse junto a la puerta, y oyeron lo siguiente:
—Vamos, ¿quieres ir?— preguntó con cólera Chechevitzin—. Di, ¿no quieres?
—¡Dios mío!—respondió llorando Volodia—. No puedo. No quiero separarme de mamá.
—¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano rostro pálido!
—No me da miedo, pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá?
—Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no?
—Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá.
—Bueno; en ese caso me voy solo— declaró resueltamente Chechevitzin—. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás.
Volodia se echó a llorar con tanta desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar también.
Hubo algunos instantes de silencio.