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A la mañana siguiente llegó un oficial de policía. Mamá no cesaba de llorar.

Pero, hacia el mediodía, unos trineos, arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, detuviéronse junto a la puerta.

—¡Es Volodia!— exclamó alguien en el patio.

—¡Volodia está ahí!—gritó la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor.

El enorme perro, Milord, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!

Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima, cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora.

Volodia se lanzó al cuello de su madre. Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete.

—¿Es posible?—decía con tono enojado—. Si se sabe esto en el colegio, os pondrán de patitas en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted castigado por sus padres... ¿Dónde habéis pasado la noche?

—¡En la estación!—respondió altivamente Chechevitzin.

Volodia se acostó, y hubo que ponerle compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió con su hijo.

Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las