—¡Qué bien se está aquí!—dijo Olga, persignándose al mirar a la iglesia—. ¡Qué tranquilidad, Dios mío!
En aquel momento se oyó tocar a vísperas—era sábado—. Dos niñas que llevaban un cántaro de agua se detuvieron para oír las campanas.
—Es la hora de comer en el Hotel Eslavo—dijo Nicolás con melancolía.
Sentados en la orilla escarpada del río, Nicolás y Olga contemplaban la puesta del Sol, cuyos fulgores de oro y púrpura se reflejaban en el agua, en las ventanas de la iglesia, en el cielo, en el aire, sereno y puro, como nunca lo habían visto en Moscú. Ya puesto el Sol, el rebaño pasó mugiendo, pasaron las manadas de ocas... La suave luz crepuscular se extinguía en el aire; descendía, lenta, la noche.
Entre tanto, habían vuelto a casa el padre y la madre de Nicolás, flacos, encorvados, sin dientes, ambos de la misma estatura, y las dos cuñadas, María y Fekla, que trabajaban en una finca de la otra ribera. María, la mujer de Kiriak, tenía siete hijos, y Fekla, la mujer de Dionisio—a la sazón soldado—, dos. Cuando Nicolás entró en la choza y vió a la familia; cuando vió todos aquellos cuerpos de diversos tamaños que se agitaban en las cunas, en todos los rincones del camaranchón; cuando vio el ansia con que las mujeres y el viejo comían pan negro mojado en agua, comprendió que había hecho mal en irse allí, enfermo,