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fueran monstruos capaces de aplastarla si no se apartaba.
Y oía estremecida la voz de bajo del diácono, pareciéndole oír gritar: ¡Maaaría!"
La nueva de la llegada de Nicolás y su familia se había propalado por la aldea, y después de la misa acudió mucha gente a verlos. Acudieron entre otros, Leonichevi, Matveivichi e Ilichevi, los tres a pedir noticias de sus parientes colocados en Moscú. Todos los muchachos instruidos se iban a Moscú de criados o de camareros, mientras que los de la otra orilla preferían ser panaderos. Hacía muchos años, en tiempos de la servidumbre, un tal Luka Ivanich, mujik de Jukov, confvertido ya en personaje legendario, había llegado a sumiller en un "club" de Moscú. Y sólo admitía a su servicio conterráneos. Sus favorecidos, a su vez, hacían ir a sus parientes, a quienes colocaban en cafés y restaurantes.
Nicolás tenía nueve años cuando le enviaron a Moscú. Iván Makarich, de la familia Matveivichi, empleado a la sazón en el teatro Ermitage, lo tomó a su cargo. Y ahora, dirigiéndose a los Matveivichi, Nicolás decía despaciosamente:
—Iván Makarich es mi bienhechor, y le debo pedir a Dios por él a todas horas, pues gracias a él soy lo que soy.