mentos se desea de un modo tímido su muerte, sólo los niños piensan en ella con horror. Y las chiquillas, reteniendo el aliento, con una expresión triste en el rostro, contemplaban a Nicolás y sentían ganas de llorar y de decirle algo cariñoso, al pensar que moriría pronto.
El enfermo se apretó contra Olga, como buscando protección, y habló así, con voz queda y trémula:
—Olga, querida mía, no puedo continuar aquí. Me falta valor. Escríbele, por Dios, una carta a tu hermama Klavdia Abramovna diciéndole que venda todo lo que tiene y nos envíe dinero para irnos. ¡Dios mío, quién pudiera ver, aunque fuera soñando o por un agujero, nuestro Moscú!
Al obscurecer, en medio del casi absoluto silencio de los circunstantes, presas todos de una extraña angustia, la terrible vieja se puso a mojar cortezas de pan negro en agua y a chuparlas despaciosamente. María, después de ordeñar a la vaca, entró con el cántaro de leche y lo colocó sobre el banco. La vieja fué vertiendo la leche en los jarros, con mucha pachorra, muy contenta, en la seguridad de que nadie la tocaría hasta pasada la vigilia de la Asunción, luego de verter en un platillo algunas gotas para el hijo de Fekla, bajó los jarros a la cueva, ayudada por Fekla y María. Motka, en cuanto su abuela, su tía y su madre salieron de la habitación, se bajó de la chimenea, se acercó al banco donde había dejado la vieja la taza de madera con las cortezas, y derra-