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la luz de la Luna, envolvía la aldea. Negras sombras se agitaban sobre el paisaje. Olía a incendio. Los campesinos, que corrían motaña arriba, sin aliento, mudos de espanto, se atropellaban, se caían, y, cegados por el deslumbrante resplandor, no se reconocían unos a otros. Era horrible ver a las palomas volar sobre el fuego, por en medio del humo, y oír cantar, tocar el acordeón, reír a los que aun no sabían nada.

—¡Es la casa del tío Semenovich!—gritó una voz ronca.

María, a la puerta de su casa, lloraba, se estrujaba las manos, castañeteaba los dientes, aunque el fuego era en el otro extremo de la aldea. Salieron las niñas, en camisa, y Nicolás, con las botas de fieltro. Ante la casa del teniente alcalde empezaron a golpear sonoramente una plancha de hierro.

Bum..., bum..., bum... El precipitado y tenaz martilleo encogía el corazón y daba escalofríos. Las viejas sacaban los iconos. Se hacía salir de los establos al ganado. Baúles, pieles, barriles, eran amontonados a las puertas de las casas. Un garañón negro, al que no se dejaba ir con los demás caballos porque los mordía y los coceaba, comenzó a dar botes al verse en libertad, y se lanzó luego al galope por toda la aldea, que recorrió unas cuantas veces, deteniéndose al cabo ante un carro, sobre el que descargó una lluvia de coces. Empezaron a tocar a fuego en la iglesia. En las inmediaciones de la casa incendiada, el