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vestíbulo; pero solo entraron el viento y la claridad del plenilunio. Se veían por la puerta abierta la calle solitaria y la Luna, que caminaba por el cielo.

—¿Quién es?—preguntó Olga.

—Soy yo— contestaron—, soy yo.

Junto a la puerta, Fekla, muy arrimada a la pared, tiritaba y castañeteaba los dientes, desnuda de pies a cabeza. Parecía más pálida, más bella y más extraña, bañada por la luz lunar, que acentuaba el encanto de la negrura de sus cejas y de la lozana robustez de su pecho.

—En la otra ribera—explicó—unos mozos me han desnudado y me han dejado venir así. Me he venido en cueros, ya lo ves, como me parió mi madre. Tráeme algo para vestirme.

—¡Pero entra, mujer!—dijo Olga muy quedo y temblando también.

—Temo que los viejos estén despiertos...

La vieja, en efecto, se había despertado y estaba inquieta y renegando. El viejo preguntó:

—¿Quién es? Olga fué de puntillas por una camisa y una falda y se las llevó a Fekla, que se vistió en un santiamén. Luego entraron las dos, procurando no ser oídas.

—¿Eres tú, hermosa?—refunfuñó la vieja, adivinándola—. ¡Y que no revientes, corretona!...

—No te apures, paloma, no te apures— decía Olga, abrigando bien a su cuñada.

Nuevo silencio. Todos estaban desvelados: el