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tado ejercían una influencia deprimente en sus coletgas, que acababan por dejarse convencer: se castigaba a Petrov y a Egorov, y, a la postre, se los expulsaba.
Belikov visitaba con frecuencia a sus colegas. Llegaba, se sentaba y, sin decir palabra, miraba alrededor como buscando algo sospechoso. Permanecía así una o dos horas, y se iba. A aquello le llamaba "mantener buenas relaciones con sus compañeros". Se advertía que tales visitas le desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus colegas le tenían miedo. Hasta el director del colegio se lo tenía. La mayoría de los profesores eran personas inteligentes, honorables, de ideas progresivas, de espíritu cultivado por la lectura de los mejores escritores, y, sin embargo, aunque parezca absurdo, aquel hombrecillo, que siempre llevaba chanclos y paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y durante quince años fué el amo absoluto del colegio. ¡Y no sólo del colegio, de toda la ciudad! Las señoras no se atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales las vísperas de fiesta, por temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar a la baraja delante de él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no se atrevían a nada. Todo les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta, escribir cartas, trabar nuevas relaciones, leer libros, socorrer a los pobres, enseñarles las primeras letras a los analfabetos.