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pronto—. Comerás con nosotros. Aunque mi madre es avara, no te hará pagar demasiado.

Las habitaciones que habitaba su madre eran muy reducidas. Estaban atestadas de muebles que se habían transportado allí de la casa grande después de la venta de la finca. Hasta en el vestíbulo y en el pasillo había numerosas mesas, sofás y butacas. El mobiliario era viejo, de caoba.

La señora Cheprakov, una dama corpulenta y anciana, hallábase sentada en un gran sillón, junto a la ventana, y hacía calceta. Me recibió con un empaque presuntuoso.

—Te presento, mamá, a mi amigo Poloznev—le dijo su hijo—, que va a ser empleado aquí.

—¿Es usted noble?—me preguntó ella.

—Sí—repuse.

—Tenga la bondad de sentarse.

El almuerzo dejó mucho que desear. Se compuso de un pastel de queso amargo y una sopa en leche.

La señora Cheprakov guiñaba de vez en cuando, ora un ojo, ora otro. Eran movimientos involuntarios y morbosos. Había un no sé qué en toda ella que anunciaba una muerte próxima. Hasta se me antojaba que olía a cadáver. La vida estaba casi apagada en aquella mujer, en la que lo único que sobrevivía era la idea de su nobleza, de los muchos siervos que tuvo en otro tiempo, de su calidad de viuda de un general y de su derecho, por tanto, a ser tratada de excelencia. Cuando se acordaba de todo eso, su cuerpo semi-