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una vida así. Soñaba con fundar un hogar propio. Además, como ya no era joven, casi había perdido la esperanza de casarse, y aceptaría el matrimonio con cualquiera, aunque fuera con Belikov.

Lo cierto es que se mostraba propicia a nuestro proyecto, y dejaba hacer...

Belikov no cambiaba. Visitaba de cuando en cuando a Kovalenko, como a todos sus demás colegas. Se pasaba horas enteras sin decir esta boca es mía. Varenka le cantaba canciones ucranias, le miraba soñadoramente con sus grandes ojos negros, y a veces prorrumpía en alegres carcajadas:

—¡Ja, ja, ja!

En empeños de amor, sobre todo cuando hay en ellos miras matrimoniales, la sugestión juega un gran papel. Todos los profesores y las señoras dieron en la flor de asegurarle a Belikov que debía casarse, que no le quedaba otro refugio que el matrimonio; le felicitábamos, le hablábamos de la necesidad de crear un hogar. Además, Varenka era bastante guapa, inteligente, de buena familia; poseía en Ucrania una finquita. Luego, era la primera mujer que le había manifestado algún cariño, lo que le conmovió, le hizo perder la cabeza y le decidió a casarse.

—Aquél era el momento indicado para despojarle de los chanclos y del paraguas—dijo Iván Ivanovich.

—Eso era imposible, como va usted a ver. Pero déjeme contárselo todo... Pues bien: Beli-