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dos lo sabrían: el director, las autoridades. Se le haría otra caricatura, la gente se burlaría de él. Aquello acabaría muy mal: se vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia, Señor!
Varenka, viéndole mohino, la ropa en desorden, le miraba sin comprender lo que había sucedido. Creyendo que su caída había obedecido a un traspiés, prorrumpió en carcajadas alegres y sonoras:
—¡Ja, ja, ja!
Aquella hilaridad ruidosa fué el remate de todo: de los proyectos matrimoniales de Belikov y de la propia existencia del profesor.
Belikov ya no oyó ni vio nada.
Llegó a su casa, quitó de encima de la mesa el retrato de Varenka, se acostó y no volvió a levantarse.
Tres días después vino a mi casa su criado Afanasy y me dijo que era necesario ir a buscar un médico, pues su amo parecía gravemente enfermo.
Fui a ver a Belikov. Estaba acostado bajo el baldaquino, tapado con la colcha, y guardaba silencio. Todos mis intentos de hacerle hablar fueron vanos: sólo contestaba con síes o noes. Afanasy, junto a la cama, suspiraba sin cesar y exhalaba un fuerte olor a vodka.
Un mes después Belikov falleció.
Le hicimos un entierro solemne. Formaban el cortejo fúnebre escolares de todas las escuelas de la ciudad. En el ataúd, la expresión de su faz