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mó Lukeria, llorando y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina—. ¡No te puedo ver, puerco!
Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y salió a la calle.
Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.
Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de colores chillones.
Rodion y su mujer, sentados el uno junto al otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.
—¡La señora! ¡La señora!—murmuraban.
—¡Buenos días!—dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.
Calló un instante y añadió:
—¿Cómo les va a ustedes?
—¡Así, así, señora, a Dios gracias!—contestó Rodion—. Vamos tirando...
—¡Figúrese usted nuestra vida!—dijo sonriendo Estefanía—. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi