vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero!—oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
—¿Oyes? ¡A Viborgrskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarla, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado!—grita otro cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
—¡Vaya un cochero!—dice el militar—. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.