La enferma salta de la cama y empieza a andar descalza a través de la habitación.
—¡Salud, señoras y señores!—dice con voz de bajo, remedando al señor Sisunov—. ¿Qué hay de bueno por el mundo?
Su propia toninada la hace reír.
—¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja!—ríe su marido.
Y ambos, olvidada la enfermedad de ella, se ponen a jugar, a hacer niñerías, a perseguirse. El marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la ¡camisa y la cubre de ardientes besos,
De pronto ella se acuerda de que está gravemente enferma.
Se vuelve a acostar, la sonrisa huye de su rostro...
—¡Es imperdonable!—se lamenta— ¡No consideras que estoy enferma!
—¿Me perdonas?
—Si me pongo peor, tú tendrás la culpa. ¡Qué malo eres!
Lisa cierra los ojos y enmudece. Se pinta de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de su pecho dolorosos gemidos. Vasia le cambia la compresa y se sienta a su cabecera, de donde no se mueve en toda la noche.
A las diez de la mañana vuelve el doctor.
—Bueno; ¿cómo van esas fuerzas?—le pregunta a la enferma, tomándole el pulso—. ¿Ha dormido usted?
—¡Se siente mal; ¡muy mal!—susurra el marido.