acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.
—¡Buenas noches, amigo!—contestó Beliayev—. No te había visto. ¿Mamá está bien?
Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.
—Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...
Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar la faz del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier mueble insignificante.
Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y sus ojos negros recordábanle a la Olga Ivanovna del principio de la novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.
—¡Ven aquí, bicho!—le dijo—. Déjame verte más de cerca.
El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.
—Bueno—comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro—. ¿Cómo te va?