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mujer es muy nerviosa y está un poco tocada... No se la debe juzgar demasiado severamente.

Macha siguió callada.

—Si usted se considera ofendida hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón, señorita!

La institutriz no despegó los labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero a la izquierda en la casa. Hasta la servidumbre le trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían valor alguno.

—¿No contesta usted? ¿No le basta el que yo le pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi mujer... Como caballero, debo reconocer su falta de tacto...

El señor Kuchkin dio algunos pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió:

—¿Quiere usted, pues, que la conciencia me remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de los hombres?...

—Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich—le contestó Macha, volviendo hacia él sus grandes ojos arrasados en lágrimas—, ya sé yo que no tiene usted la culpa. Puede usted tener la conciencia tranquila.

—Sí, pero... ¡Se lo ruego, no se vaya usted!

Macha movió negativamente la cabeza.

Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los cristales.

—¡Si supiera usted—dijo—lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que