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amor a otras, derrochaba mi patrimonio, se burlaba de mi cariño. Y a pesar de todo, yo le amaba y le era fiel. Más aun: sigo siéndole fiel ahora, después de su muerte. Me he enterrado para toda la vida entre estas cuatro paredes, y no me quitaré nunca el luto.
Smirnov. (Con una risa desdeñosa.)-No me venga usted a mí con lutos! ¿Se cree usted que me chupo el dedo? Bien sé por qué se enluta usted y por qué se entierra entre cuatro paredes; ¡es eso tan poético, tan novelesco!... Un tenientillo o un imbécil poeta melenudo, al pasar por delante de su balcón de usted, se dirá: "Aquí vive una criatura poética que se ha enterrado en vida voluntariamente." ¡Pero yo conozco esos trucos!
Elena. (Encolerizada.)—¿Cómo se atreve usted a decirme esas cosas?
Smirnov.—Sí, señora. Se ha enterrado usted viva, y, no obstante, no se ha olvidado de vestirse con elegancia ni de ponerse polvos.
Elena.—¡Basta! ¡No tiene usted derecho a hablarme así!
Smirnov.—¡No me chille usted, que no soy su criado! Soy dueño de decir lo que pienso. No soy una mujer para ocultar la verdad, y le ruego que no me chille.
Elena.—¡Si el que chilla es usted! ¡Quítese de mi vista!
Smirnov.—Pagúeme mi dinero, y me iré.
Elena.—¡No le pago a usted!
Smirnov.—¿No me ha de pagar?