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De nuevo comenzaron nuestras discusiones. Par las noches jugábamos al billar. Para jugar se quitaba la americana, se desabrochaba la camisa, en fin, hacía cuanto le era dable por parecer un muchacho que sabe gozar de la vida. Aunque casi no bebía vino, ponía un gran empeño en pasar por un gran bebedor y todas las noches se dejaba en la caja de la taberna "Volga" un buen puñado de rublos, por más que los precios allí eran moderados.

Las visitas de mi hermana volvieron a empezar. De nuevo ella y el doctor se encentraban en casa, aparentando encontrarse por casualidad; pero por la alegría que se pintaba en sus semblantes no tardé en darme cuenta de que no había tal casualidad, y los encuentros obedecían a un previo convenio.

Hallándonos una noche jugando al billar, el doctor me dijo:

—¿Por qué no visita usted a la señorita Dolchikov? No conoce usted a María Victorovna: es inteligentísima, de muy buen corazón y muy sencilla; una mujer encantadora, en fin.

Le conté cómo me había acogido, la primavera anterior, el ingeniero Dolchikov y se echó a reír.

—No haga usted caso—me dijo—. María Victorovna es completamente independiente de su padre y hace lo que le da la gana... Debía usted ir a vería. Se alegraría mucho. Si quiere usted, iremos mañana juntos.

Acabó por persuadirme.