rias adquirieron el derecho de ejercitar su industria en las costas marroquíes desde Agher ó Santa Cruz hacia el Norte, ofreciéndose además el sultán á practicar las gestiones más eficaces para rescatar las tripulaciones de los buques que naufragasen en río Num y su cabo y costa, donde él no ejercía ya señorío. De intento hemos hecho alto en este tratado importante, que, bien cumplido por ambas partes, hubiera podido abrir la puerta á nuestro influjo político en Marruecos de un modo profundo y duradero. Nuestras desgracias interiores y la enemiga política de los ingleses estorbaron que nosotros sacásemos los calculados beneficios; y al propio tiempo la ignorancia y pobreza en que volvió á caer el imperio después de la muerte de Sidi-Mohammed cegaron también de por sí, sin necesidad de ajeno impulso, muchos de los manantiales de riqueza que el comercio con las vecinas costas ofrecía. De aquí nació que, lo que España no pudo conseguir, tampoco lo obtuvieron las demás naciones en general, quedando antes de mucho reducido casi solamente al tráfico con Gibraltar el comercio de Marruecos.
Hubo, sin embargo, poco después del tratado de 1799, bien diferentes esperanzas en España. Corriendo el año de 1801 , un cierto D. Domingo Badía y Leblich, tan desconocido entonces como ha sido después famoso, presentó al gobierno español el proyecto de un viaje científico al interior del África, que debía ejecutar en compañía del célebre naturalista Rojas Clemente. Aprobóse el proyecto, y ambos comisionados fueron á París y Londres á ensayarse y practicar todo lo necesario para poder pasar por verdaderos mahometanos. No tuvo valor Rojas Clemente para someterse á alguna de las