bierno de Marruecos y el de Nápoles, y al fin ambas potencias hallaron satisfacción á sus mutuas quejas. No dejaba de haber otras naciones contra las cuales se sentía movido el sultán á emplear sus fuerzas marítimas; pero desde 1839 á 1832, en que se ajustaron las paces con Nápoles y se terminaron las diferencias pendientes con otros varios Estados Europeos, habían sucedido tales cosas en África, que obligaron á Muley-Abderrahman á ser muy cauto en su política, consagrándose á una sola cuestión, que podía ser de vida ó muerte para el imperio. No es de nuestro propósito explicar los motivos que tuvo el rey Carlos X para declarar la guerra al bey de Argel, ni relatar los varios sucesos de aquella expedición afortunada que de repente libró al mundo civilizado de tantas afrentas y continuos daños. Ello es que la Francia se apoderó de Argel. En los principios pudo creerse que no trataba de otra cosa que de formar allí un poderoso establecimiento con que impedir las piraterías de los berberiscos y atalayar más de cerca las posiciones inglesas del Mediterráneo; pero antes de mucho hubo de conocerse que los intentos de aquella nación eran más grandes. Tomada Argel, los ejércitos franceses, hábilmente dirigidos, fueron extendiéndose por los anchos territorios de la antigua regencia, rindiendo los pocos lugares fuertes y empujando hacia los desiertos á las tribus y cabilas del país que les oponían constante aunque flaca resistencia. Muley-Abderrahman no tardó en comprender cuánto podía importarle lo que pasaba. A la verdad, los soberanos de Marruecos habían solido mirar con más odio que buena voluntad á los beyes argelinos. Muy en los principios de la regencia fueron aquellas guerras que más arriba relatamos
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