principios de 1844, y la España no se hallaba realmente á la sazón en el caso de castigar aquella arrogancia. Jamás el encono de los partidos políticos había llegado entre nosotros á tan alto punto como llegó entonces. Había prometido, sin embargo, uno de los más autorizados jefes del partido que en 1843 entró á gobernar nuestra patria, que vengaría la afrenta, tomando, después de expulsado el Regente del Reino, cuarteles de invierno en África; pero sólo fué aquella una frase vana. Dispúsose, es cierto, la formación en Algeciras de un cuerpo de tropas, pero tan reducido, que sólo llegó á contar tres ó cuatro mil hombres, con algunas piezas de montaña, al mando del general Villalonga, hoy marqués del Maestrazgo. Dióse prisa á intervenir la Inglaterra en la contienda, y el gobierno español no pudo ni quiso entonces contrarrestar su influjo. Hubo, pues, que pasar por la vergüenza de admitir en Larache un convenio que á 6 de Mayo de 1845 firmaron el mismo Sidi-Busilhan-ben-Alí, que ajustó el tratado con Francia por parte de Marruecos, D. Antonio de Beramendi y Freiré, cónsul general de España, y el cónsul inglés Drummond Hay, como mediador entre ambas potencias independientes. No está impreso ni lo merece este tratado; triste ejemplo por cierto de la decadencia á que puede llevar á las naciones el espíritu de discordia, y de-lo que logran aunados contra su patria los revolucionarios desatentados y los gobiernos intransigentes que no pueden ó no saben contar con el apoyo de la opinión pública, en sus legítimas aspiraciones. Reducíase por parte de los moros el convenio á ofrecer algo para no cumplir nada y á dejar el asesinato del vicecónsul español sin castigo. Sólo salió, pues, con
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