tencia adquirida por la Francia en el continente, la debilidad de los actuales ministerios ingleses en medio de las corrientes políticas que agitan en diversos sentidos la carcomida Constitución británica, y el convencimiento de que oponerse á la guerra de Marruecos era renunciar para muchos años á la amistad y alianza de la Península, hicieron al fin á los hombres de Estado de aquella nación ser más prudentes con nosotros que lo habían sido con los franceses en ocasión semejante. Contentáronse, pues, con la vaga declaración de que no ocuparía España punto alguno que estorbase la libre navegación del Estrecho, y abandonaron luego al sultán á su suerte. Era en tanto indecible el entusiasmo en España. No era sólo la afrenta de los últimos días lo que se proponía vengar en África: era la afrenta constante de medio siglo. No era sólo un interés actual el que la movía á la guerra; era también el interés de su honra pasada y de su regeneración futura. La España entera lanzó por lo mismo un grito de indignación al saber el atentado de Ceuta, y engañada tantas veces en sus belicosas esperanzas, pidió resueltamente la guerra. El gobierno, que presidía el conde de Lucena, no pudo entonces oponerse á aquel unánime impulso. Las dilaciones tal vez necesarias, los escrúpulos tal vez excusables de los marroquíes, se tomaron en la Península por nuevos y calculados agravios. No había medio de avenencia: la España quería pelear á toda costa, mientras el nuevo sultán, mal seguro en su trono, deseaba más vivamente cada día la paz. Consintió Marruecos en el castigo de los culpables, consintió en que se fortificase el campo de Ceuta, consintió en dar á esta plaza mayores límites que había tenido aun antes de la usur-
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