lo recobrado. Ofrecióse, pues, como tributario al califa de Córdoba con tal que le librase de la dependencia del de Yfriquia, quizá con propósito de valerse del uno contra el otro, que ya se contaban por émulos y mortales enemigos, quedando libre al cabo de toda sujeción y tributo. Pero el cordobés no consintió en enviar armada á África sin que Abulaix le entregase antes las plazas de Tánger y Ceuta, y sentó tan firmemente su planta en aquel continente que, desesperado el idrisita, pasó á España á la guerra santa, y en ella murió en un encuentro. Su hermano Alhasan, que le sucedió en el imperio, fué el último de los de su raza. En los diez y seis años que reinó no tuvo un instante de reposo; encendidos cada vez más en odio y emulación los soberanos de Yfriquia y de Córdoba, llamados aquéllos fatimitas y éstos umeyas, hicieron á la Mauritania teatro de sus contiendas y combates. Los califas de Córdoba, dueños de Andalucía, miraban como propias las fronteras provincias de África, y los dominadores de la parte oriental de Mauritania no juzgaban tampoco su imperio completo si la parte occidental no poseían. El infeliz Al-hasan, incierto entre tan diversas pretensiones y tan poderosos contrarios, ora se inclinaba á un lado, ora á otro, ya favorecía al africano, ya al español, hasta que con la irresolución perdió Estados y vida. Vencieron al fin los ben-umeyas, y Córdoba, capital de la mejor parte de España, vino á serlo entonces del Mogreb-alaksa ó reino de Fez.